Si se tiene en cuenta que en PubMed, algo así como la Wikipedia de las publicaciones médicas, hay alrededor de 800 artículos que relacionan «mujer VIH y salud mental», puede ser que haya alguna relación. Voy a resumir, libremente y por mi cuenta, un estudio recién publicado por varias mujeres, entre ellas Alice Welbourn. A Alice la conozco personalmente, y verla a ella es verle la cara a la primera generación que se infectó con VIH cuando, esto es otro tópico que se usa mucho, el VIH era una sentencia de muerte. Tan tópico como cierto, lamentablemente.
A ver, para empezar, en inglés se llama «mental health» a la salud mental, pero me parece que no tiene el mismo matiz que aquí, pues se usa de una manera más generalizada, como, digamos, a good mental health sería como tener tu mente en forma. Pues a través de un estudio
Si se tiene en cuenta que en PubMed, algo así como la Wikipedia de las publicaciones médicas, hay alrededor de 800 artículos que relacionan «mujer VIH y salud mental», puede ser que haya alguna relación. Voy a resumir, libremente y por mi cuenta, un estudio recién publicado por varias mujeres, entre ellas Alice Welbourn. A Alice la conozco personalmente, y verla a ella es verle la cara a la primera generación que se infectó con VIH cuando, esto es otro tópico que se usa mucho, el VIH era una sentencia de muerte. Tan tópico como cierto, lamentablemente.
A ver, para empezar, en inglés se llama «mental health» a la salud mental, pero me parece que no tiene el mismo matiz que aquí, pues se usa de una manera más generalizada, como, digamos, a good mental health sería como tener tu mente en forma. Pues a través de un estudio
Si se tiene en cuenta que en PubMed, algo así como la Wikipedia de las publicaciones médicas, hay alrededor de 800 artículos que relacionan «mujer VIH y salud mental», puede ser que haya alguna relación. Voy a resumir, libremente y por mi cuenta, un estudio recién publicado por varias mujeres, entre ellas Alice Welbourn. A Alice la conozco personalmente, y verla a ella es verle la cara a la primera generación que se infectó con VIH cuando, esto es otro tópico que se usa mucho, el VIH era una sentencia de muerte. Tan tópico como cierto, lamentablemente.
A ver, para empezar, en inglés se llama «mental health» a la salud mental, pero me parece que no tiene el mismo matiz que aquí, pues se usa de una manera más generalizada, como, digamos, a good mental health sería como tener tu mente en forma. Pues a través de un estudio
Si se tiene en cuenta que en PubMed, algo así como la Wikipedia de las publicaciones médicas, hay alrededor de 800 artículos que relacionan «mujer VIH y salud mental», puede ser que haya alguna relación. Voy a resumir, libremente y por mi cuenta, un estudio recién publicado por varias mujeres, entre ellas Alice Welbourn. A Alice la conozco personalmente, y verla a ella es verle la cara a la primera generación que se infectó con VIH cuando, esto es otro tópico que se usa mucho, el VIH era una sentencia de muerte. Tan tópico como cierto, lamentablemente.
A ver, para empezar, en inglés se llama «mental health» a la salud mental, pero me parece que no tiene el mismo matiz que aquí, pues se usa de una manera más generalizada, como, digamos, a good mental health sería como tener tu mente en forma. Pues a través de un estudio
Si se tiene en cuenta que en PubMed, algo así como la Wikipedia de las publicaciones médicas, hay alrededor de 800 artículos que relacionan «mujer VIH y salud mental», puede ser que haya alguna relación. Voy a resumir, libremente y por mi cuenta, un estudio recién publicado por varias mujeres, entre ellas Alice Welbourn. A Alice la conozco personalmente, y verla a ella es verle la cara a la primera generación que se infectó con VIH cuando, esto es otro tópico que se usa mucho, el VIH era una sentencia de muerte. Tan tópico como cierto, lamentablemente.
A ver, para empezar, en inglés se llama «mental health» a la salud mental, pero me parece que no tiene el mismo matiz que aquí, pues se usa de una manera más generalizada, como, digamos, a good mental health sería como tener tu mente en forma. Pues a través de un estudio
Si se tiene en cuenta que en PubMed, algo así como la Wikipedia de las publicaciones médicas, hay alrededor de 800 artículos que relacionan «mujer VIH y salud mental», puede ser que haya alguna relación. Voy a resumir, libremente y por mi cuenta, un estudio recién publicado por varias mujeres, entre ellas Alice Welbourn. A Alice la conozco personalmente, y verla a ella es verle la cara a la primera generación que se infectó con VIH cuando, esto es otro tópico que se usa mucho, el VIH era una sentencia de muerte. Tan tópico como cierto, lamentablemente.
A ver, para empezar, en inglés se llama «mental health» a la salud mental, pero me parece que no tiene el mismo matiz que aquí, pues se usa de una manera más generalizada, como, digamos, a good mental health sería como tener tu mente en forma. Pues a través de un estudio
“Hemos querido provisionalmente prevenir el error funesto, que consistiría, al igual que se ha alentado un movimiento sionista, en crear un movimiento sodomitista y reconstruir Sodoma,” cuenta Marcel, el narrador-protagonista de En busca del tiempo perdido en el cuarto volumen de esta gran novela, que lleva por título Sodoma y Gomorra. Proust, al igual que su alter ego literario Marcel, era judío y homosexual. En Sodoma y Gomorra fantasea con la creación de un movimiento de homosexuales calcado del movimiento judío que quería reconstruir Israel. Los homosexuales (aún nadie usaba esta palabra a principios del siglo XX) podrían unirse igual que hicieron los sionistas, peregrinar de vuelta al lugar de donde todos salieron: Sodoma. Y reconstruirla, devolverle su antiguo esplendor.
Los sodomitistas serían a Sodoma, lo que los sionistas son a Israel.
Más que fantasear, Marcel tiene pesadillas con esta posibilidad. Le parece un “error funesto”. Volver a Sodoma y vivir todos juntos haría de aquello un infierno en el que, a su juicio, los homosexuales perderían todo lo que los hace interesantes. Sodoma dejaría de ser una ilusión perversa y atractiva, un recuerdo seductor, para convertirse en una ciudad más del mundo, sin encanto: “no bien llegasen, los sodomitistas abandonarían la ciudad por no parecer que pertenecen a ella, tomarían mujer, sostendrían queridas en otras ciudades, donde encontrarían, por lo demás, todas las distracciones adecuadas. Sólo irían a Sodoma los días de suprema necesidad, cuando su ciudad estuviera vacía, en esas épocas en que el hambre hace salir al lobo del bosque; es decir, que todo ocurriría, en fin de cuentas, como en Londres, en Berlín, en Roma, en Petrogrado o en París.”
Para Marcel, el encanto de la homosexualidad consiste en vivir mezclados en el mundo, como una cultura secreta, como masones -según dice en algún momento-, un club discreto repartido por cada ciudad, en el que una mirada furtiva funciona como contraseña de complicidad.
Recuerdo que esta escena me produjo mucho impacto cuando la discutí con mis estudiantes de la asignatura “Cultural Systems: Freud, Proust, Borges”, en la que fui asistente de mi director de tesis, Rubén Gallo. Hace dos o tres años.
No obstante, de un tiempo a esta parte ha vuelto insistentemente a mi cabeza, y he recuperado las notas que escribí sobre ella en aquel entonces. Aún era seronegativo, además de bastante homosexual y sodomita reincidente:
Yo no estoy completamente de acuerdo con Marcel, aunque su imagen me parece poderosísima. O sea, sí: reconstruir Sodoma para crear un “espacio seguro”, donde todos los homosexuales puedan vivir sin molestias ni ataques me parece, igualmente, dantesco. Claro que quiero vivir sin agresiones, pero no en un compartimento estanco. Aunque siempre busco cierta seguridad, trato de ser consciente de que la seguridad es una fantasía. Me gusta vivir mezclado, con gente que se parezca a mí y otra que no tenga nada que ver conmigo. Me gusta ser extranjero y estar expuesto siempre a experiencias que no entiendo, pero que me fascinan.
Donde no estoy de acuerdo con Marcel es que para él, reconstruir Sodoma sería abandonar el espíritu marginal y furtivo que tiene ser homosexual en cualquier lugar, donde el peligro es también una forma de excitación. En mi caso, me parece que esta idea de marginalidad excitante es un tanto romántica, pero yo nunca me sentí cómodo viviendo en los márgenes.
Yo no quiero reconstruir Sodoma como un lugar aparte, como un “espacio seguro”; lo que quiero es hacer que el mundo entero se parezca un poco más a Sodoma.
Lo mismo para el VIH.
Desde hace meses, hablo con muchos seropositivos de muchos países diferentes, y una suerte de resignación se repite: “mi única esperanza de que alguien me respete y me quiera es que ese otro alguien sea también seropositivo”. Seropositivos de todos los sexos, géneros y orientaciones sexuales repiten insistentemente esta resignación. La utopía de un mundo aparte, una ciudad construida por y para seropositivos como el único lugar en el que podemos estar seguros. Las relaciones afectivas se han convertido en espacios potencialmente peligrosos.
Hace un par de meses fui a una conferencia en la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans, donde escuché una ponencia sobre sidatarios en Cuba: centros donde los enfermos de sida o los infectados con el VIH eran encerrados en régimen casi carcelario desde mediados de los 80 hasta el desarrollo de los antirretrovirales una década más tarde. Espero un día poder escribir un post con diferentes versiones de aquella experiencia a través de entrevistas con sus protagonistas e investigadores. Pero, por ahora, quedémonos con esa imagen: una cárcel/centro de salud habitada exclusivamente por seropositivos, régimen cerrado.
Hay testimonios que afirman que conforme la situación en Cuba se hizo más complicada con la caída de la URSS, la escasez de recursos básicos, la continuada hostilidad a la homosexualidad o a patrones de masculinidad diversos, hubo cubanos que se inocularon el virus voluntariamente para poder ingresar en estos sidatarios. Allí, uno vivía con otros en la misma situación, alejado de los peligros de fuera, y con las necesidades básicas cubiertas. Un lugar ambiguo, privado de libertad, pero seguro.
Hay sidatarios físicos, como éstos, y hay sidatarios mentales. Los sidatarios mentales son aquellos que construimos en nuestra cabeza tras un diagnóstico seropositivo, y que nos hacen concluir que la única posibilidad que nos queda para establecer relaciones de pareja es encontrar a alguien igual que nosotros, con el mismo estatus serológico. Como si ese estatus nos definiera. Como si ésa fuera la condición básica para ser queridos.
Contra esos sidatarios mentales escribo este post.
Por supuesto, estos sidatarios mentales no tienen nada que ver con las parejas en las que ambos son seropositivos, y tan ricamente. Conozco parejas maravillosas así. Escribir contra los sidatarios mentales no es, en absoluto, escribir contra esas parejas. ¡Faltaría más! Escribir contra los sidatarios mentales es escribir contra la idea preconcebida de que a partir de ahora sólo otros seropositivos pueden estar interesados en mantener una relación afectiva de cualquier tipo con nosotros. Es escribir contra la idea de que el estatus seropositivo nos hace peligrosos para otros y nos define de esa forma tan determinante.
Es cierto que con otro seropositivo uno no se expone al juicio moral de la misma manera, nuestro cuerpo deja de ser una amenaza, nuestros fluidos se normalizan y dejan de ser temidos. En otro post conté que antes de mi diagnóstico nunca tuve sexo con un hombre a sabiendas de que era seropositivo, aunque fuera indetectable. Mi primera vez con otro seropositivo fue tras mi diagnóstico. Cuando conocí a este chico, hablamos de nuestras respectivas historias con el VIH, pero en aquella ocasión no pasó nada más. Tiempo después nos reencontramos, y sin tener que volver a esa historia, la complicidad entre los dos fue tan grande (y la atracción física) que el sexo fue eléctrico.
Sin duda, la complicidad con otros seropositivos existe y debemos disfrutarla al máximo, usarla para crear relaciones. Estas comunidades pueden constituir grupos de apoyo geniales, o incluso familias. Pero a lo que voy es que ésa no es -al menos, en mi forma de ver el mundo- la única opción. Puede ocurrir, pero no tiene que ocurrir.
Por suerte, hoy contamos con los medios para que nuestras relaciones sexuales no signifiquen un peligro particular para nuestras parejas. Y aunque no contáramos con esos medios: una relación afectiva está hecha de sexo (o no), pero también de muchas otras cosas. El resto de nuestra personalidad es tan normal -o tan anormal- como en cualquiera.
Hay quienes todavía rechazan esta posibilidad, seropositivos y seronegativos, y ven la serodiscordancia como una amenaza. Una vez escuché a un seronegativo decir que era cuestión de selección natural, de darwinismo: “¿Por qué correr el peligro de infectarme dentro de mi relación? ¡Es cuestión de supervivencia!”
Obviamente, el tipo tampoco estaba muy al día en los riesgos reales del VIH hoy. ¿Habrá escuchado hablar de TasP, de carga viral indetectable, de PrEP? Para mí, el riesgo no está donde él lo veía, sino en elegir a tus parejas simplemente por su estatus serologico. Cuando era seronegativo, yo creía estar haciendo eso, descartando a los seropositivos para evitar riesgos. Claramente, no funcionó.
Yo vivo en una relación serodiscordante con mi marido. En realidad, lo nuestro tiene truco porque cuando empezamos éramos los dos seronegativos. Pero la relación no se jodió de ninguna manera cuando llegó el diagnóstico. (A estas alturas, he visto un buen número de parejas romperse porque uno de los dos es diagnosticado positivo, parejas hetero y homosexuales). No quiero ponerme como ejemplo de nada. Pero sí quiero decir que es perfectamente posible, y que nuestro día a día es tan normal -o anormal- como el de cualquier otra pareja. Llevamos 9 años y medio juntos, casi 3 casados. Él sabe tanto o más que yo sobre VIH. Y nuestros padres saben de nuestra serodiscordancia, y nuestra familia, y amigos.
Los espacios seguros sólo los puedo entender como lugares provisionales, de emergencia. Claro está que nadie debería salir a hacer el kamikaze, si vive en un entorno particularmente hostil. Pero el esfuerzo de todos, a mi juicio, debe ser por ir empujando los límites de esos espacios seguros hacia el horizonte de un planeta en que a los seropositivos no nos encierren, nos denigren, o nos descarten.
Dentro de estos espacios seguros están los sidatarios mentales, mecanismos de auto-exclusión que hacen que nos separemos del resto de la sociedad. Pues lo mismo que valía para Sodoma, vale para estos sidatarios mentales. No hay por qué reconstruir Sodoma en ningún otro lugar, sino que la electricidad de Sodoma puede fluir por cualquier sitio. Con respecto a los sidatarios, que nadie, ni nosotros mismos, nos convenza de que son el único lugar que podemos habitar. Podemos vivir donde queramos y con quien queramos, sean seropositivos o seronegativos, sin ser un peligro para nadie, y sin pedir perdón, acordando nuestras reglas al mismo nivel que cualquiera.
Es hora de ahogar en gasolina nuestros sidatarios mentales, prenderles fuego.
Me encantaría saber qué piensas. En los comentarios abajo, en Facebook, o en amorsexoserologia@gmail.com
Éste es un post de ASS- (Amor, Sexo y Serología), escrito por Miguel Caballero para Imagina Más.
“Hemos querido provisionalmente prevenir el error funesto, que consistiría, al igual que se ha alentado un movimiento sionista, en crear un movimiento sodomitista y reconstruir Sodoma,” cuenta Marcel, el narrador-protagonista de En busca del tiempo perdido en el cuarto volumen de esta gran novela, que lleva por título Sodoma y Gomorra. Proust, al igual que su alter ego literario Marcel, era judío y homosexual. En Sodoma y Gomorra fantasea con la creación de un movimiento de homosexuales calcado del movimiento judío que quería reconstruir Israel. Los homosexuales (aún nadie usaba esta palabra a principios del siglo XX) podrían unirse igual que hicieron los sionistas, peregrinar de vuelta al lugar de donde todos salieron: Sodoma. Y reconstruirla, devolverle su antiguo esplendor.
Los sodomitistas serían a Sodoma, lo que los sionistas son a Israel.
Más que fantasear, Marcel tiene pesadillas con esta posibilidad. Le parece un “error funesto”. Volver a Sodoma y vivir todos juntos haría de aquello un infierno en el que, a su juicio, los homosexuales perderían todo lo que los hace interesantes. Sodoma dejaría de ser una ilusión perversa y atractiva, un recuerdo seductor, para convertirse en una ciudad más del mundo, sin encanto: “no bien llegasen, los sodomitistas abandonarían la ciudad por no parecer que pertenecen a ella, tomarían mujer, sostendrían queridas en otras ciudades, donde encontrarían, por lo demás, todas las distracciones adecuadas. Sólo irían a Sodoma los días de suprema necesidad, cuando su ciudad estuviera vacía, en esas épocas en que el hambre hace salir al lobo del bosque; es decir, que todo ocurriría, en fin de cuentas, como en Londres, en Berlín, en Roma, en Petrogrado o en París.”
Para Marcel, el encanto de la homosexualidad consiste en vivir mezclados en el mundo, como una cultura secreta, como masones -según dice en algún momento-, un club discreto repartido por cada ciudad, en el que una mirada furtiva funciona como contraseña de complicidad.
Recuerdo que esta escena me produjo mucho impacto cuando la discutí con mis estudiantes de la asignatura “Cultural Systems: Freud, Proust, Borges”, en la que fui asistente de mi director de tesis, Rubén Gallo. Hace dos o tres años.
No obstante, de un tiempo a esta parte ha vuelto insistentemente a mi cabeza, y he recuperado las notas que escribí sobre ella en aquel entonces. Aún era seronegativo, además de bastante homosexual y sodomita reincidente:
Yo no estoy completamente de acuerdo con Marcel, aunque su imagen me parece poderosísima. O sea, sí: reconstruir Sodoma para crear un “espacio seguro”, donde todos los homosexuales puedan vivir sin molestias ni ataques me parece, igualmente, dantesco. Claro que quiero vivir sin agresiones, pero no en un compartimento estanco. Aunque siempre busco cierta seguridad, trato de ser consciente de que la seguridad es una fantasía. Me gusta vivir mezclado, con gente que se parezca a mí y otra que no tenga nada que ver conmigo. Me gusta ser extranjero y estar expuesto siempre a experiencias que no entiendo, pero que me fascinan.
Donde no estoy de acuerdo con Marcel es que para él, reconstruir Sodoma sería abandonar el espíritu marginal y furtivo que tiene ser homosexual en cualquier lugar, donde el peligro es también una forma de excitación. En mi caso, me parece que esta idea de marginalidad excitante es un tanto romántica, pero yo nunca me sentí cómodo viviendo en los márgenes.
Yo no quiero reconstruir Sodoma como un lugar aparte, como un “espacio seguro”; lo que quiero es hacer que el mundo entero se parezca un poco más a Sodoma.
Lo mismo para el VIH.
Desde hace meses, hablo con muchos seropositivos de muchos países diferentes, y una suerte de resignación se repite: “mi única esperanza de que alguien me respete y me quiera es que ese otro alguien sea también seropositivo”. Seropositivos de todos los sexos, géneros y orientaciones sexuales repiten insistentemente esta resignación. La utopía de un mundo aparte, una ciudad construida por y para seropositivos como el único lugar en el que podemos estar seguros. Las relaciones afectivas se han convertido en espacios potencialmente peligrosos.
Hace un par de meses fui a una conferencia en la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans, donde escuché una ponencia sobre sidatarios en Cuba: centros donde los enfermos de sida o los infectados con el VIH eran encerrados en régimen casi carcelario desde mediados de los 80 hasta el desarrollo de los antirretrovirales una década más tarde. Espero un día poder escribir un post con diferentes versiones de aquella experiencia a través de entrevistas con sus protagonistas e investigadores. Pero, por ahora, quedémonos con esa imagen: una cárcel/centro de salud habitada exclusivamente por seropositivos, régimen cerrado.
Hay testimonios que afirman que conforme la situación en Cuba se hizo más complicada con la caída de la URSS, la escasez de recursos básicos, la continuada hostilidad a la homosexualidad o a patrones de masculinidad diversos, hubo cubanos que se inocularon el virus voluntariamente para poder ingresar en estos sidatarios. Allí, uno vivía con otros en la misma situación, alejado de los peligros de fuera, y con las necesidades básicas cubiertas. Un lugar ambiguo, privado de libertad, pero seguro.
Hay sidatarios físicos, como éstos, y hay sidatarios mentales. Los sidatarios mentales son aquellos que construimos en nuestra cabeza tras un diagnóstico seropositivo, y que nos hacen concluir que la única posibilidad que nos queda para establecer relaciones de pareja es encontrar a alguien igual que nosotros, con el mismo estatus serológico. Como si ese estatus nos definiera. Como si ésa fuera la condición básica para ser queridos.
Contra esos sidatarios mentales escribo este post.
Por supuesto, estos sidatarios mentales no tienen nada que ver con las parejas en las que ambos son seropositivos, y tan ricamente. Conozco parejas maravillosas así. Escribir contra los sidatarios mentales no es, en absoluto, escribir contra esas parejas. ¡Faltaría más! Escribir contra los sidatarios mentales es escribir contra la idea preconcebida de que a partir de ahora sólo otros seropositivos pueden estar interesados en mantener una relación afectiva de cualquier tipo con nosotros. Es escribir contra la idea de que el estatus seropositivo nos hace peligrosos para otros y nos define de esa forma tan determinante.
Es cierto que con otro seropositivo uno no se expone al juicio moral de la misma manera, nuestro cuerpo deja de ser una amenaza, nuestros fluidos se normalizan y dejan de ser temidos. En otro post conté que antes de mi diagnóstico nunca tuve sexo con un hombre a sabiendas de que era seropositivo, aunque fuera indetectable. Mi primera vez con otro seropositivo fue tras mi diagnóstico. Cuando conocí a este chico, hablamos de nuestras respectivas historias con el VIH, pero en aquella ocasión no pasó nada más. Tiempo después nos reencontramos, y sin tener que volver a esa historia, la complicidad entre los dos fue tan grande (y la atracción física) que el sexo fue eléctrico.
Sin duda, la complicidad con otros seropositivos existe y debemos disfrutarla al máximo, usarla para crear relaciones. Estas comunidades pueden constituir grupos de apoyo geniales, o incluso familias. Pero a lo que voy es que ésa no es -al menos, en mi forma de ver el mundo- la única opción. Puede ocurrir, pero no tiene que ocurrir.
Por suerte, hoy contamos con los medios para que nuestras relaciones sexuales no signifiquen un peligro particular para nuestras parejas. Y aunque no contáramos con esos medios: una relación afectiva está hecha de sexo (o no), pero también de muchas otras cosas. El resto de nuestra personalidad es tan normal -o tan anormal- como en cualquiera.
Hay quienes todavía rechazan esta posibilidad, seropositivos y seronegativos, y ven la serodiscordancia como una amenaza. Una vez escuché a un seronegativo decir que era cuestión de selección natural, de darwinismo: “¿Por qué correr el peligro de infectarme dentro de mi relación? ¡Es cuestión de supervivencia!”
Obviamente, el tipo tampoco estaba muy al día en los riesgos reales del VIH hoy. ¿Habrá escuchado hablar de TasP, de carga viral indetectable, de PrEP? Para mí, el riesgo no está donde él lo veía, sino en elegir a tus parejas simplemente por su estatus serologico. Cuando era seronegativo, yo creía estar haciendo eso, descartando a los seropositivos para evitar riesgos. Claramente, no funcionó.
Yo vivo en una relación serodiscordante con mi marido. En realidad, lo nuestro tiene truco porque cuando empezamos éramos los dos seronegativos. Pero la relación no se jodió de ninguna manera cuando llegó el diagnóstico. (A estas alturas, he visto un buen número de parejas romperse porque uno de los dos es diagnosticado positivo, parejas hetero y homosexuales). No quiero ponerme como ejemplo de nada. Pero sí quiero decir que es perfectamente posible, y que nuestro día a día es tan normal -o anormal- como el de cualquier otra pareja. Llevamos 9 años y medio juntos, casi 3 casados. Él sabe tanto o más que yo sobre VIH. Y nuestros padres saben de nuestra serodiscordancia, y nuestra familia, y amigos.
Los espacios seguros sólo los puedo entender como lugares provisionales, de emergencia. Claro está que nadie debería salir a hacer el kamikaze, si vive en un entorno particularmente hostil. Pero el esfuerzo de todos, a mi juicio, debe ser por ir empujando los límites de esos espacios seguros hacia el horizonte de un planeta en que a los seropositivos no nos encierren, nos denigren, o nos descarten.
Dentro de estos espacios seguros están los sidatarios mentales, mecanismos de auto-exclusión que hacen que nos separemos del resto de la sociedad. Pues lo mismo que valía para Sodoma, vale para estos sidatarios mentales. No hay por qué reconstruir Sodoma en ningún otro lugar, sino que la electricidad de Sodoma puede fluir por cualquier sitio. Con respecto a los sidatarios, que nadie, ni nosotros mismos, nos convenza de que son el único lugar que podemos habitar. Podemos vivir donde queramos y con quien queramos, sean seropositivos o seronegativos, sin ser un peligro para nadie, y sin pedir perdón, acordando nuestras reglas al mismo nivel que cualquiera.
Es hora de ahogar en gasolina nuestros sidatarios mentales, prenderles fuego.
Me encantaría saber qué piensas. En los comentarios abajo, en Facebook, o en amorsexoserologia@gmail.com
Éste es un post de ASS- (Amor, Sexo y Serología), escrito por Miguel Caballero para Imagina Más.
“Hemos querido provisionalmente prevenir el error funesto, que consistiría, al igual que se ha alentado un movimiento sionista, en crear un movimiento sodomitista y reconstruir Sodoma,” cuenta Marcel, el narrador-protagonista de En busca del tiempo perdido en el cuarto volumen de esta gran novela, que lleva por título Sodoma y Gomorra. Proust, al igual que su alter ego literario Marcel, era judío y homosexual. En Sodoma y Gomorra fantasea con la creación de un movimiento de homosexuales calcado del movimiento judío que quería reconstruir Israel. Los homosexuales (aún nadie usaba esta palabra a principios del siglo XX) podrían unirse igual que hicieron los sionistas, peregrinar de vuelta al lugar de donde todos salieron: Sodoma. Y reconstruirla, devolverle su antiguo esplendor.
Los sodomitistas serían a Sodoma, lo que los sionistas son a Israel.
Más que fantasear, Marcel tiene pesadillas con esta posibilidad. Le parece un “error funesto”. Volver a Sodoma y vivir todos juntos haría de aquello un infierno en el que, a su juicio, los homosexuales perderían todo lo que los hace interesantes. Sodoma dejaría de ser una ilusión perversa y atractiva, un recuerdo seductor, para convertirse en una ciudad más del mundo, sin encanto: “no bien llegasen, los sodomitistas abandonarían la ciudad por no parecer que pertenecen a ella, tomarían mujer, sostendrían queridas en otras ciudades, donde encontrarían, por lo demás, todas las distracciones adecuadas. Sólo irían a Sodoma los días de suprema necesidad, cuando su ciudad estuviera vacía, en esas épocas en que el hambre hace salir al lobo del bosque; es decir, que todo ocurriría, en fin de cuentas, como en Londres, en Berlín, en Roma, en Petrogrado o en París.”
Para Marcel, el encanto de la homosexualidad consiste en vivir mezclados en el mundo, como una cultura secreta, como masones -según dice en algún momento-, un club discreto repartido por cada ciudad, en el que una mirada furtiva funciona como contraseña de complicidad.
Recuerdo que esta escena me produjo mucho impacto cuando la discutí con mis estudiantes de la asignatura “Cultural Systems: Freud, Proust, Borges”, en la que fui asistente de mi director de tesis, Rubén Gallo. Hace dos o tres años.
No obstante, de un tiempo a esta parte ha vuelto insistentemente a mi cabeza, y he recuperado las notas que escribí sobre ella en aquel entonces. Aún era seronegativo, además de bastante homosexual y sodomita reincidente:
Yo no estoy completamente de acuerdo con Marcel, aunque su imagen me parece poderosísima. O sea, sí: reconstruir Sodoma para crear un “espacio seguro”, donde todos los homosexuales puedan vivir sin molestias ni ataques me parece, igualmente, dantesco. Claro que quiero vivir sin agresiones, pero no en un compartimento estanco. Aunque siempre busco cierta seguridad, trato de ser consciente de que la seguridad es una fantasía. Me gusta vivir mezclado, con gente que se parezca a mí y otra que no tenga nada que ver conmigo. Me gusta ser extranjero y estar expuesto siempre a experiencias que no entiendo, pero que me fascinan.
Donde no estoy de acuerdo con Marcel es que para él, reconstruir Sodoma sería abandonar el espíritu marginal y furtivo que tiene ser homosexual en cualquier lugar, donde el peligro es también una forma de excitación. En mi caso, me parece que esta idea de marginalidad excitante es un tanto romántica, pero yo nunca me sentí cómodo viviendo en los márgenes.
Yo no quiero reconstruir Sodoma como un lugar aparte, como un “espacio seguro”; lo que quiero es hacer que el mundo entero se parezca un poco más a Sodoma.
Lo mismo para el VIH.
Desde hace meses, hablo con muchos seropositivos de muchos países diferentes, y una suerte de resignación se repite: “mi única esperanza de que alguien me respete y me quiera es que ese otro alguien sea también seropositivo”. Seropositivos de todos los sexos, géneros y orientaciones sexuales repiten insistentemente esta resignación. La utopía de un mundo aparte, una ciudad construida por y para seropositivos como el único lugar en el que podemos estar seguros. Las relaciones afectivas se han convertido en espacios potencialmente peligrosos.
Hace un par de meses fui a una conferencia en la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans, donde escuché una ponencia sobre sidatarios en Cuba: centros donde los enfermos de sida o los infectados con el VIH eran encerrados en régimen casi carcelario desde mediados de los 80 hasta el desarrollo de los antirretrovirales una década más tarde. Espero un día poder escribir un post con diferentes versiones de aquella experiencia a través de entrevistas con sus protagonistas e investigadores. Pero, por ahora, quedémonos con esa imagen: una cárcel/centro de salud habitada exclusivamente por seropositivos, régimen cerrado.
Hay testimonios que afirman que conforme la situación en Cuba se hizo más complicada con la caída de la URSS, la escasez de recursos básicos, la continuada hostilidad a la homosexualidad o a patrones de masculinidad diversos, hubo cubanos que se inocularon el virus voluntariamente para poder ingresar en estos sidatarios. Allí, uno vivía con otros en la misma situación, alejado de los peligros de fuera, y con las necesidades básicas cubiertas. Un lugar ambiguo, privado de libertad, pero seguro.
Hay sidatarios físicos, como éstos, y hay sidatarios mentales. Los sidatarios mentales son aquellos que construimos en nuestra cabeza tras un diagnóstico seropositivo, y que nos hacen concluir que la única posibilidad que nos queda para establecer relaciones de pareja es encontrar a alguien igual que nosotros, con el mismo estatus serológico. Como si ese estatus nos definiera. Como si ésa fuera la condición básica para ser queridos.
Contra esos sidatarios mentales escribo este post.
Por supuesto, estos sidatarios mentales no tienen nada que ver con las parejas en las que ambos son seropositivos, y tan ricamente. Conozco parejas maravillosas así. Escribir contra los sidatarios mentales no es, en absoluto, escribir contra esas parejas. ¡Faltaría más! Escribir contra los sidatarios mentales es escribir contra la idea preconcebida de que a partir de ahora sólo otros seropositivos pueden estar interesados en mantener una relación afectiva de cualquier tipo con nosotros. Es escribir contra la idea de que el estatus seropositivo nos hace peligrosos para otros y nos define de esa forma tan determinante.
Es cierto que con otro seropositivo uno no se expone al juicio moral de la misma manera, nuestro cuerpo deja de ser una amenaza, nuestros fluidos se normalizan y dejan de ser temidos. En otro post conté que antes de mi diagnóstico nunca tuve sexo con un hombre a sabiendas de que era seropositivo, aunque fuera indetectable. Mi primera vez con otro seropositivo fue tras mi diagnóstico. Cuando conocí a este chico, hablamos de nuestras respectivas historias con el VIH, pero en aquella ocasión no pasó nada más. Tiempo después nos reencontramos, y sin tener que volver a esa historia, la complicidad entre los dos fue tan grande (y la atracción física) que el sexo fue eléctrico.
Sin duda, la complicidad con otros seropositivos existe y debemos disfrutarla al máximo, usarla para crear relaciones. Estas comunidades pueden constituir grupos de apoyo geniales, o incluso familias. Pero a lo que voy es que ésa no es -al menos, en mi forma de ver el mundo- la única opción. Puede ocurrir, pero no tiene que ocurrir.
Por suerte, hoy contamos con los medios para que nuestras relaciones sexuales no signifiquen un peligro particular para nuestras parejas. Y aunque no contáramos con esos medios: una relación afectiva está hecha de sexo (o no), pero también de muchas otras cosas. El resto de nuestra personalidad es tan normal -o tan anormal- como en cualquiera.
Hay quienes todavía rechazan esta posibilidad, seropositivos y seronegativos, y ven la serodiscordancia como una amenaza. Una vez escuché a un seronegativo decir que era cuestión de selección natural, de darwinismo: “¿Por qué correr el peligro de infectarme dentro de mi relación? ¡Es cuestión de supervivencia!”
Obviamente, el tipo tampoco estaba muy al día en los riesgos reales del VIH hoy. ¿Habrá escuchado hablar de TasP, de carga viral indetectable, de PrEP? Para mí, el riesgo no está donde él lo veía, sino en elegir a tus parejas simplemente por su estatus serologico. Cuando era seronegativo, yo creía estar haciendo eso, descartando a los seropositivos para evitar riesgos. Claramente, no funcionó.
Yo vivo en una relación serodiscordante con mi marido. En realidad, lo nuestro tiene truco porque cuando empezamos éramos los dos seronegativos. Pero la relación no se jodió de ninguna manera cuando llegó el diagnóstico. (A estas alturas, he visto un buen número de parejas romperse porque uno de los dos es diagnosticado positivo, parejas hetero y homosexuales). No quiero ponerme como ejemplo de nada. Pero sí quiero decir que es perfectamente posible, y que nuestro día a día es tan normal -o anormal- como el de cualquier otra pareja. Llevamos 9 años y medio juntos, casi 3 casados. Él sabe tanto o más que yo sobre VIH. Y nuestros padres saben de nuestra serodiscordancia, y nuestra familia, y amigos.
Los espacios seguros sólo los puedo entender como lugares provisionales, de emergencia. Claro está que nadie debería salir a hacer el kamikaze, si vive en un entorno particularmente hostil. Pero el esfuerzo de todos, a mi juicio, debe ser por ir empujando los límites de esos espacios seguros hacia el horizonte de un planeta en que a los seropositivos no nos encierren, nos denigren, o nos descarten.
Dentro de estos espacios seguros están los sidatarios mentales, mecanismos de auto-exclusión que hacen que nos separemos del resto de la sociedad. Pues lo mismo que valía para Sodoma, vale para estos sidatarios mentales. No hay por qué reconstruir Sodoma en ningún otro lugar, sino que la electricidad de Sodoma puede fluir por cualquier sitio. Con respecto a los sidatarios, que nadie, ni nosotros mismos, nos convenza de que son el único lugar que podemos habitar. Podemos vivir donde queramos y con quien queramos, sean seropositivos o seronegativos, sin ser un peligro para nadie, y sin pedir perdón, acordando nuestras reglas al mismo nivel que cualquiera.
Es hora de ahogar en gasolina nuestros sidatarios mentales, prenderles fuego.
Me encantaría saber qué piensas. En los comentarios abajo, en Facebook, o en amorsexoserologia@gmail.com
Éste es un post de ASS- (Amor, Sexo y Serología), escrito por Miguel Caballero para Imagina Más.
“Hemos querido provisionalmente prevenir el error funesto, que consistiría, al igual que se ha alentado un movimiento sionista, en crear un movimiento sodomitista y reconstruir Sodoma,” cuenta Marcel, el narrador-protagonista de En busca del tiempo perdido en el cuarto volumen de esta gran novela, que lleva por título Sodoma y Gomorra. Proust, al igual que su alter ego literario Marcel, era judío y homosexual. En Sodoma y Gomorra fantasea con la creación de un movimiento de homosexuales calcado del movimiento judío que quería reconstruir Israel. Los homosexuales (aún nadie usaba esta palabra a principios del siglo XX) podrían unirse igual que hicieron los sionistas, peregrinar de vuelta al lugar de donde todos salieron: Sodoma. Y reconstruirla, devolverle su antiguo esplendor.
Los sodomitistas serían a Sodoma, lo que los sionistas son a Israel.
Más que fantasear, Marcel tiene pesadillas con esta posibilidad. Le parece un “error funesto”. Volver a Sodoma y vivir todos juntos haría de aquello un infierno en el que, a su juicio, los homosexuales perderían todo lo que los hace interesantes. Sodoma dejaría de ser una ilusión perversa y atractiva, un recuerdo seductor, para convertirse en una ciudad más del mundo, sin encanto: “no bien llegasen, los sodomitistas abandonarían la ciudad por no parecer que pertenecen a ella, tomarían mujer, sostendrían queridas en otras ciudades, donde encontrarían, por lo demás, todas las distracciones adecuadas. Sólo irían a Sodoma los días de suprema necesidad, cuando su ciudad estuviera vacía, en esas épocas en que el hambre hace salir al lobo del bosque; es decir, que todo ocurriría, en fin de cuentas, como en Londres, en Berlín, en Roma, en Petrogrado o en París.”
Para Marcel, el encanto de la homosexualidad consiste en vivir mezclados en el mundo, como una cultura secreta, como masones -según dice en algún momento-, un club discreto repartido por cada ciudad, en el que una mirada furtiva funciona como contraseña de complicidad.
Recuerdo que esta escena me produjo mucho impacto cuando la discutí con mis estudiantes de la asignatura “Cultural Systems: Freud, Proust, Borges”, en la que fui asistente de mi director de tesis, Rubén Gallo. Hace dos o tres años.
No obstante, de un tiempo a esta parte ha vuelto insistentemente a mi cabeza, y he recuperado las notas que escribí sobre ella en aquel entonces. Aún era seronegativo, además de bastante homosexual y sodomita reincidente:
Yo no estoy completamente de acuerdo con Marcel, aunque su imagen me parece poderosísima. O sea, sí: reconstruir Sodoma para crear un “espacio seguro”, donde todos los homosexuales puedan vivir sin molestias ni ataques me parece, igualmente, dantesco. Claro que quiero vivir sin agresiones, pero no en un compartimento estanco. Aunque siempre busco cierta seguridad, trato de ser consciente de que la seguridad es una fantasía. Me gusta vivir mezclado, con gente que se parezca a mí y otra que no tenga nada que ver conmigo. Me gusta ser extranjero y estar expuesto siempre a experiencias que no entiendo, pero que me fascinan.
Donde no estoy de acuerdo con Marcel es que para él, reconstruir Sodoma sería abandonar el espíritu marginal y furtivo que tiene ser homosexual en cualquier lugar, donde el peligro es también una forma de excitación. En mi caso, me parece que esta idea de marginalidad excitante es un tanto romántica, pero yo nunca me sentí cómodo viviendo en los márgenes.
Yo no quiero reconstruir Sodoma como un lugar aparte, como un “espacio seguro”; lo que quiero es hacer que el mundo entero se parezca un poco más a Sodoma.
Lo mismo para el VIH.
Desde hace meses, hablo con muchos seropositivos de muchos países diferentes, y una suerte de resignación se repite: “mi única esperanza de que alguien me respete y me quiera es que ese otro alguien sea también seropositivo”. Seropositivos de todos los sexos, géneros y orientaciones sexuales repiten insistentemente esta resignación. La utopía de un mundo aparte, una ciudad construida por y para seropositivos como el único lugar en el que podemos estar seguros. Las relaciones afectivas se han convertido en espacios potencialmente peligrosos.
Hace un par de meses fui a una conferencia en la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans, donde escuché una ponencia sobre sidatarios en Cuba: centros donde los enfermos de sida o los infectados con el VIH eran encerrados en régimen casi carcelario desde mediados de los 80 hasta el desarrollo de los antirretrovirales una década más tarde. Espero un día poder escribir un post con diferentes versiones de aquella experiencia a través de entrevistas con sus protagonistas e investigadores. Pero, por ahora, quedémonos con esa imagen: una cárcel/centro de salud habitada exclusivamente por seropositivos, régimen cerrado.
Hay testimonios que afirman que conforme la situación en Cuba se hizo más complicada con la caída de la URSS, la escasez de recursos básicos, la continuada hostilidad a la homosexualidad o a patrones de masculinidad diversos, hubo cubanos que se inocularon el virus voluntariamente para poder ingresar en estos sidatarios. Allí, uno vivía con otros en la misma situación, alejado de los peligros de fuera, y con las necesidades básicas cubiertas. Un lugar ambiguo, privado de libertad, pero seguro.
Hay sidatarios físicos, como éstos, y hay sidatarios mentales. Los sidatarios mentales son aquellos que construimos en nuestra cabeza tras un diagnóstico seropositivo, y que nos hacen concluir que la única posibilidad que nos queda para establecer relaciones de pareja es encontrar a alguien igual que nosotros, con el mismo estatus serológico. Como si ese estatus nos definiera. Como si ésa fuera la condición básica para ser queridos.
Contra esos sidatarios mentales escribo este post.
Por supuesto, estos sidatarios mentales no tienen nada que ver con las parejas en las que ambos son seropositivos, y tan ricamente. Conozco parejas maravillosas así. Escribir contra los sidatarios mentales no es, en absoluto, escribir contra esas parejas. ¡Faltaría más! Escribir contra los sidatarios mentales es escribir contra la idea preconcebida de que a partir de ahora sólo otros seropositivos pueden estar interesados en mantener una relación afectiva de cualquier tipo con nosotros. Es escribir contra la idea de que el estatus seropositivo nos hace peligrosos para otros y nos define de esa forma tan determinante.
Es cierto que con otro seropositivo uno no se expone al juicio moral de la misma manera, nuestro cuerpo deja de ser una amenaza, nuestros fluidos se normalizan y dejan de ser temidos. En otro post conté que antes de mi diagnóstico nunca tuve sexo con un hombre a sabiendas de que era seropositivo, aunque fuera indetectable. Mi primera vez con otro seropositivo fue tras mi diagnóstico. Cuando conocí a este chico, hablamos de nuestras respectivas historias con el VIH, pero en aquella ocasión no pasó nada más. Tiempo después nos reencontramos, y sin tener que volver a esa historia, la complicidad entre los dos fue tan grande (y la atracción física) que el sexo fue eléctrico.
Sin duda, la complicidad con otros seropositivos existe y debemos disfrutarla al máximo, usarla para crear relaciones. Estas comunidades pueden constituir grupos de apoyo geniales, o incluso familias. Pero a lo que voy es que ésa no es -al menos, en mi forma de ver el mundo- la única opción. Puede ocurrir, pero no tiene que ocurrir.
Por suerte, hoy contamos con los medios para que nuestras relaciones sexuales no signifiquen un peligro particular para nuestras parejas. Y aunque no contáramos con esos medios: una relación afectiva está hecha de sexo (o no), pero también de muchas otras cosas. El resto de nuestra personalidad es tan normal -o tan anormal- como en cualquiera.
Hay quienes todavía rechazan esta posibilidad, seropositivos y seronegativos, y ven la serodiscordancia como una amenaza. Una vez escuché a un seronegativo decir que era cuestión de selección natural, de darwinismo: “¿Por qué correr el peligro de infectarme dentro de mi relación? ¡Es cuestión de supervivencia!”
Obviamente, el tipo tampoco estaba muy al día en los riesgos reales del VIH hoy. ¿Habrá escuchado hablar de TasP, de carga viral indetectable, de PrEP? Para mí, el riesgo no está donde él lo veía, sino en elegir a tus parejas simplemente por su estatus serologico. Cuando era seronegativo, yo creía estar haciendo eso, descartando a los seropositivos para evitar riesgos. Claramente, no funcionó.
Yo vivo en una relación serodiscordante con mi marido. En realidad, lo nuestro tiene truco porque cuando empezamos éramos los dos seronegativos. Pero la relación no se jodió de ninguna manera cuando llegó el diagnóstico. (A estas alturas, he visto un buen número de parejas romperse porque uno de los dos es diagnosticado positivo, parejas hetero y homosexuales). No quiero ponerme como ejemplo de nada. Pero sí quiero decir que es perfectamente posible, y que nuestro día a día es tan normal -o anormal- como el de cualquier otra pareja. Llevamos 9 años y medio juntos, casi 3 casados. Él sabe tanto o más que yo sobre VIH. Y nuestros padres saben de nuestra serodiscordancia, y nuestra familia, y amigos.
Los espacios seguros sólo los puedo entender como lugares provisionales, de emergencia. Claro está que nadie debería salir a hacer el kamikaze, si vive en un entorno particularmente hostil. Pero el esfuerzo de todos, a mi juicio, debe ser por ir empujando los límites de esos espacios seguros hacia el horizonte de un planeta en que a los seropositivos no nos encierren, nos denigren, o nos descarten.
Dentro de estos espacios seguros están los sidatarios mentales, mecanismos de auto-exclusión que hacen que nos separemos del resto de la sociedad. Pues lo mismo que valía para Sodoma, vale para estos sidatarios mentales. No hay por qué reconstruir Sodoma en ningún otro lugar, sino que la electricidad de Sodoma puede fluir por cualquier sitio. Con respecto a los sidatarios, que nadie, ni nosotros mismos, nos convenza de que son el único lugar que podemos habitar. Podemos vivir donde queramos y con quien queramos, sean seropositivos o seronegativos, sin ser un peligro para nadie, y sin pedir perdón, acordando nuestras reglas al mismo nivel que cualquiera.
Es hora de ahogar en gasolina nuestros sidatarios mentales, prenderles fuego.
Me encantaría saber qué piensas. En los comentarios abajo, en Facebook, o en amorsexoserologia@gmail.com
Éste es un post de ASS- (Amor, Sexo y Serología), escrito por Miguel Caballero para Imagina Más.
Recuerdo con claridad las horas que precedieron y sucedieron el momento en el que me enteré que era VIH. Pero, curiosamente, el resto del día, la semana, lo veo borroso. En aquel tiempo varias amigas habían donado óvulos, un proceso un tanto engorroso pero bien pagado, que además incluía un súper-chequeo médico-ginecológico de regalo. Aunque todavía no estaba segura de si donar o no, fui a la clínica de fertilización asistida. Acababa de llegar de viajar un tiempo por el lado más salvaje de la vida y pensé que no me vendría mal pasar la ITV. Por eso, aquella llamada inesperada de la clínica para que me pasara por allí urgentemente, sonó un pelín sospechosa.
Recuerdo el cambio de intensidad en la mirada de la recepcionista cuando le dije quién era yo. La mujer, immediata y respingonamente se puso en pie, salió de su cubículo, me llevó donde la doctora, me anunció, me dirigió una última mirada, y se fue por dónde vino. La doctora apoyaba los codos en la mesa parapetada por flamantes diplomas.
– Hola, siéntate por favor.
Voz aprensiva y la sala iluminada a mala leche.
– Estás muy bien de colesterol y de lo otro no tienes hepatitis ni tuberculosis pero has dado positivo en VIH.
Silencio y mala luz.
Me levanto de la silla y me siento otra vez.
– Debes repetirte la prueba y bla bla bla.
Pregunto si hay posibilidades de qué sea un error.
– Un 1 por ciento y bla bla bla.
Me levanto y me siento. Farfullo un llanto. Sollozo un par de palabras. Salgo por la puerta y cual niña maleducada no me despido de la recepcionista respingona.
En la calle exploto. Llorando como una perdida le pido un cigarro a un señor muy perfecto empujando un carrito con lo que parece ser un bebé humano en su interior. El hombre además de guapo es amable, y con mucha empatía me lo da; a ver quién es capaz de negar un pitillo a una chica que llora histérica a la puerta de un establecimiento sanitario. Marlboro (Dios aprieta pero no ahoga).
Ahogada en llanto sobre un banco de piedra llamo a mi Santa Hermana y le cuento la novedad. En menos que canta un gallo allí la tengo, corriendo calle abajo directa hacia mi de brazos abiertos dispuestos a abrazar. Y, como si se nos acabara de morir alguien muy querido, lloramos abrazadas en un banquito de piedra. En medio de esta tragedia griega, mi hermana, que además de Santa es lista, decide llamar a mi padre.
Mi padre, médico internista, trabajó mucho tiempo con toxicómanos en la época en que compartir agujas era uno de los modos más común de transmisión del VIH. Por eso estaba de vuelta y media en el tema y en vez de llorar nos explicó que no pasaba nada, que es una enfermedad crónica como otra cualquiera de la que en Occidente al menos ya no se muere nadie, que si se toman unas medidas de precaución básicas no se pasa a nadie y, sobre todo, que nos dejáramos de tanto drama.
Y eso es lo que nos tienen que decir los medios de comunicación, las doctoras, e incluso las recepcionistas del mundo. Y eso es lo que tenemos que comunicar y transmitir las seropositivas y los seropositivos del mundo. Y por supuesto, tendríamos que llegar a un punto que el virus sea latitudinal y longitudinalmente equitativo.
No más drama por favor.
Recuerdo con claridad las horas que precedieron y sucedieron el momento en el que me enteré que era VIH. Pero, curiosamente, el resto del día, la semana, lo veo borroso. En aquel tiempo varias amigas habían donado óvulos, un proceso un tanto engorroso pero bien pagado, que además incluía un súper-chequeo médico-ginecológico de regalo. Aunque todavía no estaba segura de si donar o no, fui a la clínica de fertilización asistida. Acababa de llegar de viajar un tiempo por el lado más salvaje de la vida y pensé que no me vendría mal pasar la ITV. Por eso, aquella llamada inesperada de la clínica para que me pasara por allí urgentemente, sonó un pelín sospechosa.
Recuerdo el cambio de intensidad en la mirada de la recepcionista cuando le dije quién era yo. La mujer, immediata y respingonamente se puso en pie, salió de su cubículo, me llevó donde la doctora, me anunció, me dirigió una última mirada, y se fue por dónde vino. La doctora apoyaba los codos en la mesa parapetada por flamantes diplomas.
– Hola, siéntate por favor.
Voz aprensiva y la sala iluminada a mala leche.
– Estás muy bien de colesterol y de lo otro no tienes hepatitis ni tuberculosis pero has dado positivo en VIH.
Silencio y mala luz.
Me levanto de la silla y me siento otra vez.
– Debes repetirte la prueba y bla bla bla.
Pregunto si hay posibilidades de qué sea un error.
– Un 1 por ciento y bla bla bla.
Me levanto y me siento. Farfullo un llanto. Sollozo un par de palabras. Salgo por la puerta y cual niña maleducada no me despido de la recepcionista respingona.
En la calle exploto. Llorando como una perdida le pido un cigarro a un señor muy perfecto empujando un carrito con lo que parece ser un bebé humano en su interior. El hombre además de guapo es amable, y con mucha empatía me lo da; a ver quién es capaz de negar un pitillo a una chica que llora histérica a la puerta de un establecimiento sanitario. Marlboro (Dios aprieta pero no ahoga).
Ahogada en llanto sobre un banco de piedra llamo a mi Santa Hermana y le cuento la novedad. En menos que canta un gallo allí la tengo, corriendo calle abajo directa hacia mi de brazos abiertos dispuestos a abrazar. Y, como si se nos acabara de morir alguien muy querido, lloramos abrazadas en un banquito de piedra. En medio de esta tragedia griega, mi hermana, que además de Santa es lista, decide llamar a mi padre.
Mi padre, médico internista, trabajó mucho tiempo con toxicómanos en la época en que compartir agujas era uno de los modos más común de transmisión del VIH. Por eso estaba de vuelta y media en el tema y en vez de llorar nos explicó que no pasaba nada, que es una enfermedad crónica como otra cualquiera de la que en Occidente al menos ya no se muere nadie, que si se toman unas medidas de precaución básicas no se pasa a nadie y, sobre todo, que nos dejáramos de tanto drama.
Y eso es lo que nos tienen que decir los medios de comunicación, las doctoras, e incluso las recepcionistas del mundo. Y eso es lo que tenemos que comunicar y transmitir las seropositivas y los seropositivos del mundo. Y por supuesto, tendríamos que llegar a un punto que el virus sea latitudinal y longitudinalmente equitativo.
No más drama por favor.
Recuerdo con claridad las horas que precedieron y sucedieron el momento en el que me enteré que era VIH. Pero, curiosamente, el resto del día, la semana, lo veo borroso. En aquel tiempo varias amigas habían donado óvulos, un proceso un tanto engorroso pero bien pagado, que además incluía un súper-chequeo médico-ginecológico de regalo. Aunque todavía no estaba segura de si donar o no, fui a la clínica de fertilización asistida. Acababa de llegar de viajar un tiempo por el lado más salvaje de la vida y pensé que no me vendría mal pasar la ITV. Por eso, aquella llamada inesperada de la clínica para que me pasara por allí urgentemente, sonó un pelín sospechosa.
Recuerdo el cambio de intensidad en la mirada de la recepcionista cuando le dije quién era yo. La mujer, immediata y respingonamente se puso en pie, salió de su cubículo, me llevó donde la doctora, me anunció, me dirigió una última mirada, y se fue por dónde vino. La doctora apoyaba los codos en la mesa parapetada por flamantes diplomas.
– Hola, siéntate por favor.
Voz aprensiva y la sala iluminada a mala leche.
– Estás muy bien de colesterol y de lo otro no tienes hepatitis ni tuberculosis pero has dado positivo en VIH.
Silencio y mala luz.
Me levanto de la silla y me siento otra vez.
– Debes repetirte la prueba y bla bla bla.
Pregunto si hay posibilidades de qué sea un error.
– Un 1 por ciento y bla bla bla.
Me levanto y me siento. Farfullo un llanto. Sollozo un par de palabras. Salgo por la puerta y cual niña maleducada no me despido de la recepcionista respingona.
En la calle exploto. Llorando como una perdida le pido un cigarro a un señor muy perfecto empujando un carrito con lo que parece ser un bebé humano en su interior. El hombre además de guapo es amable, y con mucha empatía me lo da; a ver quién es capaz de negar un pitillo a una chica que llora histérica a la puerta de un establecimiento sanitario. Marlboro (Dios aprieta pero no ahoga).
Ahogada en llanto sobre un banco de piedra llamo a mi Santa Hermana y le cuento la novedad. En menos que canta un gallo allí la tengo, corriendo calle abajo directa hacia mi de brazos abiertos dispuestos a abrazar. Y, como si se nos acabara de morir alguien muy querido, lloramos abrazadas en un banquito de piedra. En medio de esta tragedia griega, mi hermana, que además de Santa es lista, decide llamar a mi padre.
Mi padre, médico internista, trabajó mucho tiempo con toxicómanos en la época en que compartir agujas era uno de los modos más común de transmisión del VIH. Por eso estaba de vuelta y media en el tema y en vez de llorar nos explicó que no pasaba nada, que es una enfermedad crónica como otra cualquiera de la que en Occidente al menos ya no se muere nadie, que si se toman unas medidas de precaución básicas no se pasa a nadie y, sobre todo, que nos dejáramos de tanto drama.
Y eso es lo que nos tienen que decir los medios de comunicación, las doctoras, e incluso las recepcionistas del mundo. Y eso es lo que tenemos que comunicar y transmitir las seropositivas y los seropositivos del mundo. Y por supuesto, tendríamos que llegar a un punto que el virus sea latitudinal y longitudinalmente equitativo.
No más drama por favor.
Recuerdo con claridad las horas que precedieron y sucedieron el momento en el que me enteré que era VIH. Pero, curiosamente, el resto del día, la semana, lo veo borroso. En aquel tiempo varias amigas habían donado óvulos, un proceso un tanto engorroso pero bien pagado, que además incluía un súper-chequeo médico-ginecológico de regalo. Aunque todavía no estaba segura de si donar o no, fui a la clínica de fertilización asistida. Acababa de llegar de viajar un tiempo por el lado más salvaje de la vida y pensé que no me vendría mal pasar la ITV. Por eso, aquella llamada inesperada de la clínica para que me pasara por allí urgentemente, sonó un pelín sospechosa.
Recuerdo el cambio de intensidad en la mirada de la recepcionista cuando le dije quién era yo. La mujer, immediata y respingonamente se puso en pie, salió de su cubículo, me llevó donde la doctora, me anunció, me dirigió una última mirada, y se fue por dónde vino. La doctora apoyaba los codos en la mesa parapetada por flamantes diplomas.
– Hola, siéntate por favor.
Voz aprensiva y la sala iluminada a mala leche.
– Estás muy bien de colesterol y de lo otro no tienes hepatitis ni tuberculosis pero has dado positivo en VIH.
Silencio y mala luz.
Me levanto de la silla y me siento otra vez.
– Debes repetirte la prueba y bla bla bla.
Pregunto si hay posibilidades de qué sea un error.
– Un 1 por ciento y bla bla bla.
Me levanto y me siento. Farfullo un llanto. Sollozo un par de palabras. Salgo por la puerta y cual niña maleducada no me despido de la recepcionista respingona.
En la calle exploto. Llorando como una perdida le pido un cigarro a un señor muy perfecto empujando un carrito con lo que parece ser un bebé humano en su interior. El hombre además de guapo es amable, y con mucha empatía me lo da; a ver quién es capaz de negar un pitillo a una chica que llora histérica a la puerta de un establecimiento sanitario. Marlboro (Dios aprieta pero no ahoga).
Ahogada en llanto sobre un banco de piedra llamo a mi Santa Hermana y le cuento la novedad. En menos que canta un gallo allí la tengo, corriendo calle abajo directa hacia mi de brazos abiertos dispuestos a abrazar. Y, como si se nos acabara de morir alguien muy querido, lloramos abrazadas en un banquito de piedra. En medio de esta tragedia griega, mi hermana, que además de Santa es lista, decide llamar a mi padre.
Mi padre, médico internista, trabajó mucho tiempo con toxicómanos en la época en que compartir agujas era uno de los modos más común de transmisión del VIH. Por eso estaba de vuelta y media en el tema y en vez de llorar nos explicó que no pasaba nada, que es una enfermedad crónica como otra cualquiera de la que en Occidente al menos ya no se muere nadie, que si se toman unas medidas de precaución básicas no se pasa a nadie y, sobre todo, que nos dejáramos de tanto drama.
Y eso es lo que nos tienen que decir los medios de comunicación, las doctoras, e incluso las recepcionistas del mundo. Y eso es lo que tenemos que comunicar y transmitir las seropositivas y los seropositivos del mundo. Y por supuesto, tendríamos que llegar a un punto que el virus sea latitudinal y longitudinalmente equitativo.
No más drama por favor.
Recuerdo con claridad las horas que precedieron y sucedieron el momento en el que me enteré que era VIH. Pero, curiosamente, el resto del día, la semana, lo veo borroso. En aquel tiempo varias amigas habían donado óvulos, un proceso un tanto engorroso pero bien pagado, que además incluía un súper-chequeo médico-ginecológico de regalo. Aunque todavía no estaba segura de si donar o no, fui a la clínica de fertilización asistida. Acababa de llegar de viajar un tiempo por el lado más salvaje de la vida y pensé que no me vendría mal pasar la ITV. Por eso, aquella llamada inesperada de la clínica para que me pasara por allí urgentemente, sonó un pelín sospechosa.
Recuerdo el cambio de intensidad en la mirada de la recepcionista cuando le dije quién era yo. La mujer, immediata y respingonamente se puso en pie, salió de su cubículo, me llevó donde la doctora, me anunció, me dirigió una última mirada, y se fue por dónde vino. La doctora apoyaba los codos en la mesa parapetada por flamantes diplomas.
– Hola, siéntate por favor.
Voz aprensiva y la sala iluminada a mala leche.
– Estás muy bien de colesterol y de lo otro no tienes hepatitis ni tuberculosis pero has dado positivo en VIH.
Silencio y mala luz.
Me levanto de la silla y me siento otra vez.
– Debes repetirte la prueba y bla bla bla.
Pregunto si hay posibilidades de qué sea un error.
– Un 1 por ciento y bla bla bla.
Me levanto y me siento. Farfullo un llanto. Sollozo un par de palabras. Salgo por la puerta y cual niña maleducada no me despido de la recepcionista respingona.
En la calle exploto. Llorando como una perdida le pido un cigarro a un señor muy perfecto empujando un carrito con lo que parece ser un bebé humano en su interior. El hombre además de guapo es amable, y con mucha empatía me lo da; a ver quién es capaz de negar un pitillo a una chica que llora histérica a la puerta de un establecimiento sanitario. Marlboro (Dios aprieta pero no ahoga).
Ahogada en llanto sobre un banco de piedra llamo a mi Santa Hermana y le cuento la novedad. En menos que canta un gallo allí la tengo, corriendo calle abajo directa hacia mi de brazos abiertos dispuestos a abrazar. Y, como si se nos acabara de morir alguien muy querido, lloramos abrazadas en un banquito de piedra. En medio de esta tragedia griega, mi hermana, que además de Santa es lista, decide llamar a mi padre.
Mi padre, médico internista, trabajó mucho tiempo con toxicómanos en la época en que compartir agujas era uno de los modos más común de transmisión del VIH. Por eso estaba de vuelta y media en el tema y en vez de llorar nos explicó que no pasaba nada, que es una enfermedad crónica como otra cualquiera de la que en Occidente al menos ya no se muere nadie, que si se toman unas medidas de precaución básicas no se pasa a nadie y, sobre todo, que nos dejáramos de tanto drama.
Y eso es lo que nos tienen que decir los medios de comunicación, las doctoras, e incluso las recepcionistas del mundo. Y eso es lo que tenemos que comunicar y transmitir las seropositivas y los seropositivos del mundo. Y por supuesto, tendríamos que llegar a un punto que el virus sea latitudinal y longitudinalmente equitativo.
No más drama por favor.