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El miedo al VIH debe quedarse fuera de la cama

Todas las generaciones desde que el mundo es mundo han recibido una educación sexual. No recibir una educación sexual es recibir una educación sexual. Recibir una educación sexual mala también es recibir una educación sexual. La sexualidad forma una parte inseparable del ser humano tanto si se quiere desarrollar, respetar, proteger y disfrutar como si se quiere hacer con ella todo lo contrario.

Es inseparable porque tiene que ver con el poder, con el disfrute, con la comunicación. Tiene que ver también con dos cosas muy importantes que hacen referencia a la supervivencia de la especie: la reproducción y la salud.

Por eso, todas las generaciones han recibido y ejercido una educación sexual desde que el mundo es mundo y ninguna de esas formas de educar y ser educados ha estado exenta de un inquietante componente: el afán de control. Controlar es una forma de controlar. No controlar también es una forma de controlar. Y el mecanismo más potente por el que se nos ha controlado a nosotros, por el que se nos ha educado en la sexualidad, es el binomio formado por el miedo y la culpa.

A la mujer se la ha educado sexualmente en el miedo a quedarse embarazada y en la autoculpabilización si tal cosa sucede. Al hombre que tiene relaciones sexuales con hombres se le ha educado sexualmente en el miedo a infectarse con el VIH y en la autoculpabilización si tal cosa sucede.

VIH, ese indeseable compañero de cama

Pero, ¿qué es lo que teme este sistema educativo? Teme que el alumnado se revuelva en sus sillas y se produzca una serie de desapariciones en cadena que le supondrían un tremendo desafío. Si la culpa desaparece, el miedo desaparece. Si el miedo desaparece, la culpa desaparece. Si el miedo y la culpa desaparecen, el control desaparece. Si el control desaparece, el poder se transforma.

Hasta hace poco tiempo y desde que tengo vida sexual, he vivido con la sensación de que en mi cama siempre hemos sido, al menos, tres. 

¿Os hablo de tríos, de orgías, de intercambio de parejas? No. Es mucho más sencillo que todo eso. Siempre pensé que en mi cama éramos tres porque en ella estábamos otra persona, yo y un tercero al que nadie había invitado pero que siempre se presentaba: el VIH. Tres para una cama siempre demasiado pequeña.

Últimamente me he dado cuenta de que ese cálculo era inexacto. Es cierto que, desde que tengo vida sexual (de hecho, desde antes de tener vida sexual), siempre hemos sido tres en mi cama, pero no los tres que yo pensaba. He descubierto que en mi cama hemos sido siempre tres: otra persona, yo y no el VIH, sino el miedo al VIH.

Si el VIH ha estado por ahí rondando, paseándose, ejerciendo su realidad como parte de la madre naturaleza es algo que desconozco a ciencia cierta pero que hoy considero muy probable, dadas las estadísticas. Es decir, es muy probable que alguna, varias o muchas de las personas con las que me he acostado fueran seropositivas aunque yo no lo supiera.

La culpa y el miedo

No. No era el VIH en sí mismo el tercer elemento del trío, mi otro compañero inseparable de cama, porque el VIH habrá venido a la fiesta unas veces sí y otras (seguramente la mayoría) no. En realidad era el miedo a contraerlo lo que no salía de la cama ni con agua caliente. Es más, ya estaba en la cama cuando el resto llegábamos a ella.

Como no hay miedo sin su culpa, esta ha estado presente en mayor o menor medida en la educación sexual que he recibido por parte de la sociedad a la que pertenezco: lo que no haya podido enseñarte tu miedo tendrá que grabártelo a fuego tu culpa. 

Es decir, lo que te pase te estará bien merecido por no escuchar al que avisa, que no es traidor, así que mejor no hacer o hacer a medias, mejor prevenir del todo que lamentar. Esta es la maldición que, en bucle, marca la pauta de la actividad sexual de tantos hombres que tienen relaciones sexuales con hombres.

Un bucle que se detiene en seco cuando la infección por VIH se produce y la dinámica entre el miedo y la culpa queda completamente desmadejada, como si en mitad de la clase de educación sexual se produjera un gran cataclismo que suena a cambio en el poder.

Por Rafael San Román, psicólogo

 

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