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COVID-19 ¿Una nueva ITS?

¿Es la COVID-19 la nueva ITS que protagonizará nuestros desvelos sexuales de ahora en adelante?

Estrictamente, la COVID-19 no es una ITS, o no al menos en el sentido técnico en que todos entendemos la clamidia o la gonorrea, por ejemplo. Al fin y al cabo, lo más habitual hasta ahora ha sido que el SARS-CoV-2 (el virus que la provoca) se transmita por vía aérea o por tocar superficies contaminadas y luego tocarse cara, nariz u ojos. Al menos por el momento, la transmisión habitual de este virus no se ha debido a un contacto genital o sexualizado que implique tanta cercanía entre cuerpos y fluidos que sea inevitable adquirirlo.

Ahora bien, incluso aunque sea en un sentido menos técnico o más aventurado, cuando nos preguntamos si debemos considerar la COVID-19 como una nueva ITS la respuesta en cierto sentido es sí. Como podríamos considerar la gripe o un catarro, solo que en esta ocasión la cosa puede resultar bastante más grave. Es decir, la COVID-19 no debe considerarse frívolamente como un catarro que podemos permitirnos el lujo de adquirir durante un encuentro sexual, pero tiene en común con esa afección que ambos pueden adquirirse y transmitirse durante un encuentro sexual.

En cualquier caso, lo que sí se sabe actualmente es que el SARS-CoV-2 no se ha detectado en fluidos vaginales pero sí está presente en saliva, semen y heces, mientras se está a la espera de que las evidencias de transmisión estrictamente sexual sean más sólidas.

Por otro lado, siempre que tenemos delante una ITS o, si se prefiere, una amenaza para nuestra salud sexual relativa a un microorganismo, podemos intentar sobreponernos a la adversidad preguntándonos: ¿es posible prevenirla?

Desgraciadamente, en este caso la respuesta es no. No existen medidas de prevención para la COVID-19 en tanto que “infección de transmisión sexual”. Sabemos que existe el lavado frecuente de manos y superficies y el uso de mascarillas. Sin embargo, mientras no se clarifique la inmunidad que aportan los anticuerpos, mientras no exista una vacuna y mientras no exista un tratamiento, la mejor medida preventiva contra la infección por SARS-CoV-2 es la distancia física. Esta medida preventiva es, por definición, incompatible con cualquier conducta sexual que no sea la masturbación solitaria o el sexo cibernético.

Ante este escenario, y a la espera de ansiados avances en la medicina, nos abrimos al mismo escenario de siempre: o asumir el riesgo de una infección o resignarnos a la abstinencia sexual (en caso de que nuestras parejas sexuales sean diversas y esporádicas).

Aparecen, además, otros riesgos indeseables, ya conocidos. Uno de ellos es que se refuerce la tendencia a considerar a las parejas sexuales no principalmente como parejas sexuales, sino principalmente como agentes infecciosos, es decir, como entes que ponen en riesgo mi salud. Hablamos de la tendencia a convertir a esas candidatas a pareja sexual en expedientes sanitarios que debemos examinar antes de dar nuestro visto bueno… y ni siquiera entonces con una tranquilidad total (aunque mucha gente se engañe a sí misma y piense que sí, que cuando una persona te dice que “está sana” eso equivale a que “está sana”).

Es arriesgado que reforcemos este estilo de prevención porque la salud no funciona así y, por tanto, tampoco deberíamos aspirar a que lo hagan las relaciones interpersonales en general y las sexuales en particular.

Otro de los riesgos que aparecen tiene que ver con la estigmatización de lo sexual mientras no se pueda prevenir médicamente la infección. De este modo, si no optan por la abstinencia sexual, las personas solteras o aquellas que tienen parejas abiertas corren el riesgo de ser tachadas de imprudentes, peligros sociales, temerarias e irresponsables. Ellas serían el chivo expiatorio sobre el que descargar las iras por un repunte de la epidemia, el caballo de Troya que podría llegar a poner en riesgo a todo un país con un único encuentro sexual mantenido con otra persona “cuya salud no pudieron asegurar o calibraron erróneamente”.

La perspectiva a corto y medio plazo es, por tanto, poco halagüeña en cuanto al sexo se refiere.

La COVID-19 es un desafío para la salud y, por tanto, lo es para la salud sexual. Además, vuelve a sacar el sexo de los dormitorios –y cualesquiera otros escenarios- para convertirlo en algo extremadamente político. Durante los últimos meses hemos visto que llevar o no mascarilla (o si, por ejemplo, se adorna esta con una bandera o no) ha llegado a ser en algunas ocasiones un gesto político, es decir, un gesto de militancia, simbólico, más allá de algo práctico. Del mismo modo, tener sexo en tiempos de COVID-19 adquiere connotaciones también políticas, es decir, de militancia y de gesto simbólico. Mi relación sexual con esta persona en este momento podría llegar a considerarse un mensaje hacia la sociedad sobre mi manera de participar en ella, de la misma manera que podría llegar a serlo la ausencia deliberada de dicho encuentro sexual.

He ahí el dilema del militante. Si tengo una relación sexual me expongo yo y expongo a mi país. Si no la tengo, me sacrifico por mi sociedad (una sociedad que no me lo va a agradecer, porque no puede ser capaz de conocer mi sacrificio ni de apreciarlo) aun cuando otras personas a mi lado no lo estarán haciendo y aun cuando mi inhibición voluntaria tenga perjuicios para mi bienestar. No olvidemos que el sexo es una necesidad y es saludable, de ahí que esté fuertemente sujeto a ciertos derechos.

Con la aparición de la COVID-19 se abren, pues, nuevos horizontes para los conceptos de reivindicación de las necesidades sexuales y de liberación sexual, así como para las políticas de promoción de la salud sexual. Esta reflexión siempre es interesante, pero será necesario que las conductas que se deriven de la misma vayan acompañadas de responsabilidad, madurez y sensatez repartidas con justicia entre todas las partes implicadas. Si es que lo que queremos tener es salud.

Rafael San Román, psicólogo

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